martes, 14 de febrero de 2012

Rayuela. Capítulo 11

Capítulo 11






 Gregorovius se dejó llenar el vaso de vodka y empezó a beber a sorbos delicados. Dos velas ardían en la repisa de la chimenea donde Babs guardaba las medias sucias y las botellas de cerveza. A través del vaso hialino Gregorovius admiró el desapegado arder de las dos velas, tan ajenas a ellos y anacrónicas como la corneta de Bix entrando y saliendo desde un tiempo diferente. Le molestaban un poco los zapatos de Guy Monod que dormía en el diván o escuchaba con los ojos cerrados. La Maga vino a sentarse en el suelo con un cigarrillo en la boca. En los ojos le brillaban las llamas de las velas verdes. Gregorovius la contempló extasiado, acordándose de una calle de Morlaix al anochecer, un viaducto altísimo, nubes.



—Esa luz es tan usted, algo que viene y va, que se mueve todo el tiempo.
—Como la sombra de Horacio —dijo la Maga—. Le crece y le descrece la nariz, es extraordinario.
—Babs es la pastora de las sombras —dijo Gregorovius—. A fuerza de trabajar la arcilla, esas sombras concretas... Aquí todo respira, un contacto perdido se restablece; la música ayuda, el vodka, la amistad... Esas sombras en la cornisa; la habitación tiene pulmones, algo que late. Sí, la electricidad es eleática, nos ha petrificado las sombras. Ahora forman parte de los muebles y las caras. Pero aquí, en cambio... Mire esa moldura, la respiración de su sombra, la voluta que sube y baja. El hombre vivía entonces en una noche blanda, permeable, en un diálogo continuo. Los terrores, qué lujo para la imaginación...
Juntó las manos, separando apenas los pulgares: un perro empezó a abrir la boca en la pared y a mover las orejas. La Maga se reía. Entonces Gregorovius le preguntó cómo era Montevideo, el perro se disolvió de golpe, porque él no estaba bien seguro de que ella fuese uruguaya; Lester Young y los Kansas City Six. Sh... (Ronald dedo en la boca).




Lester Young y los Kansas City Six

—A mí me suena raro el Uruguay. Montevideo debe estar lleno de torres, de campanas fundidas después de las batallas. No me diga que en Montevideo no hay grandísimos lagartos a la orilla del río.
—Por supuesto —dijo la Maga—. Son cosas que se visitan tomando el ómnibus que va a Pocitos.
—¿Y la gente conoce bien a Lautréamont, en Montevideo?
—¿Lautréamont? —preguntó la Maga.
Gregorovius suspiró y bebió más vodka. Lester Young, saxo tenor, Dickie Welss, trombón, Joe Bushkin, piano, Bill Coleman, trompeta, John Simmons, contrabajo, Jo Jones, batería. Four O’Clock Drag. Sí, grandísimos lagartos, trombones a la orilla del río, blues arrastrándose, probablemente drag quería decir lagarto de tiempo, arrastre interminable de las cuatro de la mañana. O completamente otra cosa. «Ah, Lautréamont», decía la Maga recordando de golpe. «Sí, yo creo que lo conocen muchísimo.»


Conde de Lautréamont, Cantos de Maldoror. Visto en el blog Ikarakú


—Era uruguayo, aunque no lo parezca.
—No parece —dijo la Maga, rehabilitándose.
—En realidad, Lautréamont... Pero Ronald se está enojando, ha puesto a uno de sus ídolos. Habría que callarse, una lástima. Hablemos muy bajo y usted me cuenta Montevideo.
Ah, merde alors —dijo Etienne mirándolos furioso. El vibráfono tanteaba el aire, iniciando escaleras equívocas, dejando un peldaño en blanco saltaba cinco de una vez y reaparecía en lo más alto, Lionel Hampton balanceaba Save it pretty mamma, se soltaba y caía rodando entre vidrios, giraba en la punta de un pie, constelaciones instantáneas, cinco estrellas, tres estrellas, diez estrellas, las iba apagando con la punta del escarpín, se hamacaba con una sombrilla japonesa girando vertiginosamente en la mano, y toda la orquesta entró en la caída final, una trompeta bronca, la tierra, vuelta abajo, volatinero al suelo, finibus, se acabó. Gregorovius oía en un susurro Montevideo vía la Maga, y quizá iba a saber por fin algo más de ella, de su infancia, si verdaderamente se llamaba Lucía como Mimí, estaba a esa altura del vodka en que la noche empieza a ponerse magnánima, todo le juraba fidelidad y esperanza, Guy Monod había replegado las piernas y los duros zapatos ya no se clavaban en la rabadilla de Gregorovius, la Maga se apoyaba un poco en él, livianamente sentía la tibieza de su cuerpo, cada movimiento que hacía para hablar o seguir la música. Entrecerradamente Gregorovius alcanzaba a distinguir el rincón donde Ronald y Wong elegían y pasaban los discos, Oliveira y Babs en el suelo, apoyados en una manta esquimal clavada en la pared, Horacio oscilando cadencioso en el tabaco, Babs perdida de vodka y alquiler vencido y unas tinturas que fallaban a los trescientos grados, un azul que se resolvía en rombos anaranjados, algo insoportable. Entre el humo los labios de Oliveira se movían en silencio, hablaba para adentro, hacia atrás, a otra cosa que retorcía imperceptiblemente las tripas de Gregorovius, no sabía por qué, a lo mejor porque esa como ausencia de Horacio era una farsa, le dejaba a la Maga para que jugara un rato pero él seguía ahí, moviendo los labios en silencio, hablándose con la Maga entre el humo y el jazz, riéndose para adentro de tanto Lautréamont y tanto Montevideo. 



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