Así habían empezado a andar por un París fabuloso,
dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de
una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una
calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los
bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre
un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de
años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escuchaba sin ganas,
lamentando un poco no poder interesarse; Montevideo era lo mismo que Buenos
Aires y él necesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué estaría haciendo
Traveler, ese gran vago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su
partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y los cafés del centro), por eso
escuchaba displicente y hacía dibujos en el pedregullo con una ramita mientras
la Maga explicaba por qué Chempe y Graciela eran buenas chicas, y cuánto le
había dolido que Luciana no fuera a despedirla al barco, Luciana era una snob,
eso no lo podía aguantar en nadie.
—¿Qué entendés por snob? —preguntó Oliveira, más
interesado.
—Bueno —dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire de
quien presiente que va a decir una burrada— yo me vine en tercera clase, pero
creo que si hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.
—La mejor definición que he oído nunca —dijo Oliveira.
—Y además estaba Rocamadour —dijo la Maga.
Ilustración realizada por Paula Saldaqui
Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de
Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga
no parecía dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de
Rocamadour, aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a
lamentarlo.
—Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo voy
a vivir, Madame Irène me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto, todo
eso cuesta.
La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a
París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en
materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido
recalar en Singapur que en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber
salido de Montevideo, ponerse frente a frente con eso que ella llamaba
modestamente «la vida». La gran ventaja de París era que sabía bastante francés
(more Pitman) y que se podían ver los mejores cuadros, las mejores
películas, la Kultur en sus formas más preclaras.
Imagen vista en el blog Espejos míos de Paula Saldaque |
A Oliveira lo enternecía este
panorama (aunque Rocamadour había sido un sosegate bastante desagradable, no
sabía por qué), y pensaba en algunas de sus brillantes amigas de Buenos Aires,
incapaces de ir más allá de Mar del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades
de experiencia planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los brazos para colmo,
se metía en una tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un
vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manera
de mirar y de ver; lecciones que ella no sospechaba, solamente su manera de
pararse de golpe en la calle para espiar un zaguán donde no había nada, pero
más allá un vislumbre verde, un resplandor, y entonces colarse furtivamente
para que la portera no se enojara, asomarse al gran patio con a veces una vieja
estatua o un brocal con hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento de
redondos adoquines, verdín en las paredes, una muestra de relojero, un viejito
tomando sombra en un rincón, y los gatos, siempre inevitablemente los minouche
morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatoo grises y blancos y negros y de
albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la
Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje
entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias. De
golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le servía irritarse
porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza o sacaba el
pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se pusiera a
maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa manera
de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente las
grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola de
un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos
metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía),
parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del
Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la
vereda. Y cosas por el estilo.
Ilustración de Enrique Camino
Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le
presentó a Etienne y Etienne les hizo conocer a Gregorovius; el Club de la
Serpiente se fue formando en las noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el
mundo aceptaba en seguida a la Maga como una presencia inevitable y natural,
aunque se irritaran por tener que explicarle casi todo lo que se estaba
hablando, o porque ella hacía volar un cuarto kilo de papas fritas por el aire
simplemente porque era incapaz de manejar decentemente un tenedor y las papas
fritas acababan casi siempre en el pelo de los tipos de la otra mesa, y había
que disculparse o decirle a la Maga que era una inconsciente. Dentro del grupo
la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se daba cuenta de que prefería ver por
separado a todos los del Club, irse por la calle con Etienne o con Babs,
meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos en su mundo pero metiéndolos
porque era gente que no estaba esperando otra cosa que salirse del recorrido
ordinario de los autobuses y de la historia, y así de una manera o de otra
todos los del Club le estaban agradecidos a la Maga aunque la cubrieran de
insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo como un perro o un
buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de las suyas delante de
su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a admitir
que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la cuenta de
los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron y
anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que
ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los
diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal
o moral.
Visto en el Facebook El club de la serpiente |
Toc, toc.
—Despertémonos —decía Oliveira alguna que otra vez.
—Para qué —contestaba la Maga, mirando correr las péniches
desde el Pont Neuf—. Toc, toc, tenés un pajarito en la cabeza. Toc, toc, te
picotea todo el tiempo, quiere que le des de comer comida argentina. Toc, toc.
—Está bien —rezongaba Oliveira—. No me confundás con
Rocamadour. Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera,
se va a armar un lío espantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo a la negrita.
—A ella la conozco, trabaja en un café de la rue de
Provence. Le gustan las mujeres, el pobre tipo está sonado.
—¿Se tiró un lance con vos, la negrita?
—Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas, le
regalé mi rouge y ella me dio un librito de un tal Retef, no... esperá,
Retif...
—Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste con ella?
Debe ser curioso para una mujer como vos.
—¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?
—Claro. La experiencia, entendés.
Peniche au Pont Neuf, visto en la Galerie Graal |
La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le tomaba el
pelo, que todo venía porque estaba rabioso a causa del pajarito en la cabeza
toc, toc, del pajarito que le pedía comida argentina. Entonces se tiraba contra
él con gran sorpresa de un matrimonio que paseaba por la rue Saint-Sulpice, lo
despeinaba riendo, Oliveira tenía que sujetarle los brazos, empezaban a reírse,
el matrimonio los miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, su mujer
estaba demasiado escandalizada por esa conducta.
—Tenés razón —acababa confesando Oliveira—. Soy un
incurable, che. Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien así
dormido.
Se paraban delante de una vidriera para leer los títulos
de los libros. La Maga se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las
formas. Había que situarle a Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo
Raymond Radiguet, informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba,
dibujando con el dedo en la vidriera. «Un pajarito en la cabeza, quiere que le
des de comer comida argentina», pensaba Oliveira, oyéndose hablar. «Pobre de
mí, madre mía.»
—¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada?
—acababa por decirle—. Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede
ser. Para eso abonate al Reader’s Digest.
—Oh, no, esa porquería.
Un
pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella, sino él. ¿Pero qué tenía
ella en la cabeza? Aire o gofio, algo poco receptivo. No era en la cabeza donde
tenía el centro. «Cierra los ojos y da en el blanco», pensaba Oliveira.
«Exactamente el sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemente
porque no sabe que ése es el sistema. Yo en cambio... Toc toc. Y así vamos.»
Cuando la Maga preguntaba por cuestiones como la
filosofía Zen (eran cosas que podían ocurrir en el Club, donde se hablaba
siempre de nostalgias, de sapiencias tan lejanas como para que se las creyera
fundamentales, de anversos de medallas, del otro lado de la luna siempre),
Gregorovius se esforzaba por explicarle los rudimentos de la metafísica
mientras Oliveira sorbía su pernod y los miraba gozándolos. Era insensato
querer explicarle algo a la Maga. Fauconnier tenía razón, para gentes como ella
el misterio empezaba precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de
inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica
a Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había comprendido el Zen,
y suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se
asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban
dialécticamente.
—No aprendas datos idiotas —le aconsejaba—. Por qué te
vas a poner anteojos si no los necesitas.
La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemente a
Oliveira y a Etienne, capaces de discutir tres horas sin parar. En torno a
Etienne y Oliveira había como un círculo de tiza, ella quería entrar en el
círculo, comprender por qué el principio de indeterminación era tan importante
en la literatura, por qué Morelli, del que tanto hablaban, al que tanto
admiraban, pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el
macrocosmo se unieran en una visión aniquilante.
—Imposible explicarte —decía Etienne—. Esto es el Meccano
número 7 y vos apenas estás en el 2.
La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de
la vereda y hablaba con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano, la
acostaba de espaldas o boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa
y dejar al descubierto las nervaduras, un delicado fantasma verde se iba
dibujando contra su piel. Etienne se la arrebataba con un movimiento brusco y
la ponía contra la luz. Por cosas así la admiraban, un poco avergonzados de
haber sido tan brutos con ella, y la Maga aprovechaba para pedir otro medio
litro y si era posible algunas papas fritas.
Fotografía de Alejandra Antón |
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