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viernes, 16 de diciembre de 2011

La soledad del bloguero de fondo. Día 3

En estos días, entre post y post, he vuelto a la España de 1627 de la mano del capitán Alatriste. La última novela del maestro Arturo Pérez-Reverte, El puente de los asesinos, nos traslada a esa España soberbia, canalla y decadente de los Siglos de Oro, cuando éramos algo en el mundo y decidíamos destinos y patrias, o al menos eso nos creíamos.



Ilustrado por Joan Mundet
El capitán, Íñigo, Quevedo, Copons, Malatesta y demás personajes me han acompañado de alguna forma a lo largo de estos años. Creo que leí el primero estando ya en la facultad, o estaba apunto de entrar. No lo recuerdo, la verdad. Mi memoria no anda muy precisa últimamente. Vivo al día, parafraseando a Rambo, vivo post a post. Lo que sí recuerdo es que me prestaron el primer Alastriste, y que después alguien me lo regaló, al igual que me ha pasado con todos los de la serie. Es curioso pero creo que en realidad no he comprado ningún Alatriste para mí, todos fueron regalos de cumpleaños, de Reyes, que hice o me hicieron... De hecho, El puente de los asesinos es un préstamo digital, por lo que supongo que luego se convertirá en regalo, para no romper la tradición. Y si encima pensamos en el momento del año en el que nos encontramos, no es difícil llegar a la conclusión a la que he llegado. Pasa el tiempo y nos vamos poniendo viejos. Íñigo, Angélica, el capitán, todos nosotros, en definitiva. No se asuste el apacible lector. No voy a hacer aquí una crítica de la novela (muy recomendable, muy apasionante, léanla). No creo que el maestro Pérez-Reverte necesite publicidad ni críticas amateurs, escritas desde la tribuna de Impresiones. ¿O sí...?


Me parece más interesante el juego que les propongo a sus mercedes. Estuve dándole un vuelta a la idea que ahora comparto en este post. Una de las cosas más impresionantes que logra Pérez-Reverte (y consigue muchas, la verdad) es la recreación de una época de forma tan fidedigna que es fácil imaginarse dentro de ella. Y eso me llevó a reflexionar lo siguiente. Si hubiera nacido a finales del XVI en vez de finales del XX, ¿qué lugar ocuparía en la historia? ¿Sería libre, sería un rufián? ¿Iría a Flandes a morir? ¿Conocería a Diego Alatriste? ¿Envidiaría a don Miguel de Cervantes y su Quijote? ¿Presumiría de ser amigo del gran Lope de Vega? ¿Me tomaría jarras de vino con el maestro Quevedo? ¿Y Pérez-Reverte? Le imagino como un mercenario que regresa de Flandes sin saber muy por qué carajo tuvo que ir o por qué tuvo que volverse de allí. Lo imagino muy amigo de Quevedo, con un pie en la hipócrita corte madrileña y otro en la taberna más mugrienta y canalla del viejo Madrid. Hecho el introito, dime lector, oh mon frère, ¿qué serías tú en la España del siglo XVII?

Logotipo inconfundible, creado por el maestro Manuel Estrada

Imagino que mi padre sería administrador de ábaco en ristre de algún adinerado terrateniente del pueblo en el que ahora vivo pero cuyo nombre no me quiero acordar. No querría saber nada de guerras ni de los tercios Flandes ni de conquistas, aunque estaría muy orgulloso de ser español del glorioso Imperio, donde no se ponía el sol en sus dominios. Nos recitaría algún poemilla de vez en cuando de Fray Luis a modo de lección de la vida. Lo imagino todo en una casa grande de dos plantas, grande y sencilla, una casa de pueblo, lejos de la cortesana, apasionante y corrupta Madrid. Una casa con mucha gente, con muchos niños, con muchos nietos.




Mi madre sería un gran retrato de Velázquez. Sería una mujer serena de su tiempo, temerosa de Dios y de lo desconocido, desgastada por la vida y los numerosos disgustos de sus numerosos hijos, nietos, sobrinos... En su cocina comeríamos todos. Y la frase donde comen dos, comen tres, estaría en plena vigencia, de hecho estaría grabada en el dintel de la puerta. Tendría mucho sentido, ¿no creen? Ambos, mi padre y madre serían castellanos viejos y estarían orgullosos de serlo y de proclamarlo donde hiciera falta. La iglesia y la fe marcarían su vida y la de sus vástagos, para bien o para mal.

Mis hermanos mayores serían bachilleres o licenciados o mercaderes. Sin duda, serían comerciantes, con puntos de vista encontrados, irreconciliables. Uno representaría el dinero, la bonanza, el estoy muy orgulloso de mi vástago. El otro, injustamente venido a menos en los últimos tiempos, sería la comparación deshonesta con el primero, el que tuviera un negocio seguro entre las manos pero que se le escapara al final por mala suerte. Hablarían de política, de la Corte, de nuestro rey Felipe IV, de Flandes, de Venecia, del lugar qué ocupa España en el mundo. Sus posturas serían claramente divergentes.

Mi hermano pequeño estaría en Flandes o recorriendo las Américas viendo el mundo a través de sus quevedos, con una mochila al hombro como único equipaje. Tampoco creería en la guerra, como mi padre, pero querría ver más que la ancha Castilla. Sus cartas se contarían a cuentagotas pero valdrían para nosotros, varios miles de maravedíes. Se le hubiera quedado pequeño el pequeño país que era España, poderoso imperio ya en decadencia.

Y mi hermana pequeña, ay... no sabría decir a vuestras mercedes qué podría ser. A este infame narrador le faltan adjetivos y sustantivos. Serán las musas, que se han largado con otro. Últimamente el tal Cervantes las tiene todas consigo... Mi hermana sería artista, o pintora, o violinista, o juglar, o payasa, o cantante, o todo y nada a la vez... No sería, desde luego, común. No trabajaría en una tienda convencional. Sería medio bruja, medio maga. Sin duda. Ni la Inquisición ni la poderosa iglesia de nuestro Señor se atreverían a juzgarla. Desde luego no pasaría desapercibida, vive Dios si les miento a vuestras mercedes. Imaginen el oficio más alegre y divertido y más fascinante que pudiera existir en la España de los Quevedos, Alatristes o Cervantes, y créanme si les digo y les juro, voto a Cristo, que seguramente ella lo haya inventado.

Si en vez de nacer en este tiempo de Internetes, Facebooks, Twitters y tecnologías varias, ¿qué sería yo? Si yo hubiera sido coetáneo del capitán, ¿sería mosquetero del rey? ¿Sería millitar, como Diego Alatriste? ¿Mataría en un callejón oscuro? ¿Tendría esa escarcha y glauca mirada de la que hablan los libros que leo? No creo, no me veo, la verdad... ¿Sería mercenario? De alguna forma, supongo que sí. ¿Quién puede decir que no lo sea? Sería seguramente profesor de latines y humanidades, con unos pequeños quevedos, sombrero de ala ancha, un libro siempre entre las manos e intentando escribir algo. Llevaría ropa vieja, como de mendigo o de pordiosero, despistado y con cara de sorpresa, con ganas de ir a la Universidad pero sin posibilidades. Sería poeta menor obsesionado por los sonetos alejandrinos, con fobia a publicar, con zozobras estúpidas que guardaría para mí. Voto a Dios que no es un siglo para zarandajas ni pusilánimes. Y menos si uno es español de esta España de imperios oceánicos, temida y envidiaba en toda Europa.

¿Sobre mi estado civil? Ésa es fácil. Estaría casado con la mujer más hermosa del mundo, una rubia Dulcinea de un pueblito de nuestra hermosa capital Toledo, cuyos padres emigraron buscando futuro y fortuna. Casado por la iglesia, como Dios nuestro señor manda, aunque en el fondo no estaría muy convencido de iglesias ni dioses. No vivimos en un tiempo donde eso se pueda decir en alto.



Quizás trabajaría en la Gazeta de Madrid como impresor, o editor o como simple y anónimo copista. Estaría interesado en las máquinas aunque posiblemente no imprimiría directamente, pero me fascinaría, voto a Dios. Me veo en una imprenta corrigiendo quijotes y sanchos, buscando erratas y pensando en el cierre de la edición que está por cerrarse. O hablando con don Miguel, diciéndole que su novela estaría preparada en cuatro días o buscando el consejo de Quevedo (que pasaría lógicamente de mí como si de un vulgar judío se tratara. El amigo Quevedo era un pelín misógino y antisemita. Nota del editor).



Conociéndome como creo conocerme, es muy probable que tuviera algún susto con la Inquisición. Mi gran torpeza para hablar de lo que no se debe cuando no se debe, me traería algún quebradero de cabeza. Nada grave, no se inquieten vuestras mercedes. Sería como un tirón de orejas, poco más. Sería español aunque sin sentirme realmente así. Ningún humanista que se precie se puede sentir cómodo con una única bandera. No sería temeroso de Dios pero no lo confesaría en alto. Mantendría las apariencias, hipócritamente, como todos. Escribiría con pluma soñando con un sistema universal, con un libro, con un legajo que contuviera todos los libros del mundo en un solo objeto. Llevaría sombrero pero no espada. Leería aunque no por la noche. Lo que seguro que haría sería ir al Teatro siempre que pudiera y no creo que me perdiera muchas obras de Calderón o del gran Fénix de los Ingenios. Iría a misa de doce, para complacencia de mis padres y disgusto propio.



Releyendo lo que acabo de vomitar por escrito, les confieso a vuestras mercedes que no sería yo un rapaz muy distinto al actual. Sería como soy. No creo en la frase de cualquier tiempo pasado fue mejor. Tampoco lo contrario. Creo que cualquier tiempo siempre fue como le dejaron ser.

Veo a muchos de amigos quejándose, triunfando, siguiendo el trabajo de sus padres, metidos en oficios diversos, muriendo en Flandes, haciendo fortuna en la tierra del Nuevo Mundo. Los veo en el Corral de Comedias, jugando con antorchas y haciendo magia entre bambalinas. No quiero describir cada vida. Que cada cual se imagine en los mugrientos caminos del poblacho que era Madrid y me lo cuente después, pardiez. Bastante tengo con narrar la mía.