sábado, 29 de octubre de 2011

Capítulo 5. Desnuda en el bosque

Compartimos hoy en Impresiones, en este fantástico sábado, el quinto capítulo del cuento que venimos publicando a lo largo de estos días. 
TresLunas está a punto de realizar un peligroso viaje en busca de ese poema que ha perdido. Encontrará más cosas de las que ella esperaba en un principio.
Os recuerdo el título: Desnuda en el bosque.
Que os guste.
5.
...—¿Cuándo te ha fallado tu hermana mayor, querida hermana triste?”... 

TresLunaS estaba satisfecha con las páginas que acaba de escribir en su bloc invisible, en el apartado “Cuentos y otros desvaríos sin nombre”, página siete. El texto no estaba completo. Además, su cuento aún no tenía título, pero ya vendría. A veces lo menos importante es que las cosas tengan nombre. O que haya que llamarlas de alguna forma en especial. La historia que le había contado unas tardes atrás en confidencia melancolía le había servido para quitarse la espinita del malogrado poema de la mañana. Sólo había cambiado algunos datos, retorcido el nombre de los nombres para hacerlo más brillante, y añadido, quitado o vuelto del revés los adjetivos que melancolía había utilizado. Un escritor utiliza la navaja para pulir su texto. Lo que valía la pena era la historia y en manos expertas, como las de TresLunaS, se podía convertir en palabras merecedoras, al menos, de la tinta invisible que había gastado para escribirla. Sí. Estaba satisfecha. No todos los días una explica cómo la alegría sale de jarana con la simpatía, mientras que la empatía, la más comprensiva y fea de las dos mellizas, lava los platos de la merienda en casa de su prima la tristeza. Había que pulir el final, pero los detalles ya los estudiaría TresLunaS. Mañana a lo mejor lo borraba sin piedad de su bloc imaginario. Hoy valía un empate entre ella y su poema inexistente.

TresLunaS seguía dándole vueltas al misterio incomprensible de que el poema de la mañana tuviera las palabras equivocadas. No es que fueran malas, que tuvieran gripe o estuvieran llenas de las fastidiosas faltas de ortografía. Cosas peores se ven por ahí. Simplemente era que no eran las correctas. TresLunaS sabía por experiencia que cada palabra encaja en un sitio determinado. Como un puzzle de piezas de cristal, en este caso de sílabas y sílabas que hacen palabras. Un cosa era que en sus versos no hubiera rimas, todo poeta serio sabe que lo importante nunca rima, y otra cosa muy distinta es que las palabras se hubieran equivocado de poema. Por ahí una poeta nunca pasa, al menos una poeta como TresLunaS.

“Desnuda en el bosque,
dentro de la noche vacía,
la tristeza se calienta
bajo un cielo sin estrellas...”

Ras. Ras. Ras. Otra vez el desagradable sonido de rasgar un hoja invisible, porque el poema se ha marchado otra vez por una puerta falsa.

—No me lo puedo creer. No me lo puedo creer. No me lo puedo creer.
—¿Qué es lo que no te puedes creer? —le respondió el espejo a TresLunaS, mientras se llenaba la boca de un trozo gigante de pizza con sabor a vaca argentina. El espejo, el otro habitante de la casa, era un espejo colgado en uno de los lados de la pared, cerca de la ventana que muestra como el día se hace noche, a la izquierda de la biblioteca y a la derecha del sofá.

No era mágico ni nada raro. ¡Qué manía le entra a la gente con que los espejos si hablan tienen que ser mágicos! Es un espejo, y punto. Lo de los espejos mágicos son cosa de un cuento malo narrado en una peli mala. Eso sí, el espejo de TresLunaS sólo sabía hablar y hablar y hablar sin parar. Si hubiera tenido codos, hablaría también por ellos. Muy parlanchín para ser un simple espejo de comedor. Eran compañeros y amigos de casa desde siempre. A veces discutía con ella sobre temas muy variados. ¿Quién no tiene un espejo así en casa con el que discutir de vez en cuando? Pues eso.

—Esta mañana he intentado escribir un poema. Te lo he contado ya, ¿verdad? Tengo el comienzo. “Desnuda en el bosque”...
—Buen comienzo.
—Gracias.
—¿Y no tienes más?
—No. ¿Puedo seguir, caradecristal? —preguntó TresLunaS con cierta maldad. Sabía lo que valía y pesaba el mote.
—No me llames eso. Es un tema doloroso en mi familia. Ya sabes lo de la desgracia de siete años que produjo un tío mío, muy querido, muy brillante, muy reflectante, allá en los años de la guerra cuando le partieron literalmente la cara...
—Ejem... ¿Vas a tardar mucho con esa historia? Porque quería contarte lo del poema y creo que nos podemos desviar tres siglos si te dejo continuar con esa historia de la mala suerte y todo ese rollo.
—Cierto, TresLunaS. Sigue, por favor.
—Gracias. ¿Por dónde iba...? Ah sí. “Desnuda en el bosque”. Tengo la sensación de que este poema ya lo he visto en alguna otra parte.
—Quizás ya está escrito y lo has leído de la biblioteca.
—No.
—¿No lo verías paseando del brazo de alguna colega de oficio cuando estuviste en la conferencia del año pasado sobre Poesía para poetisas?
—Te he dicho miles, no, trillones de veces que no somos, poetisas, somos poetas. Las poetisas son escritoras cursis, todas muertas, de otros tiempos que recitan a su público y sin previo aviso tesoros como “María, ay qué alegría, tu corazón sufre mucho de amor. ¿Te parece serio? ¿Te parece que escribo o que soy así?
—Perdón.
—Disculpado. No lo he leído, lo recordaría. Tengo muy buena memoria sobre lo que leo y lo que no leo. Lo más raro dentro de lo raro es que creo que ese poema lo he escrito mientras dormía. ¿Tiene sentido lo que digo o me estoy volviendo loca por momentos? A veces no distingo entre lo que sueño, vivo, escribo o pienso que he escrito o lo que me falta por escribir.
—Te estás volviendo loca, por supuesto. Como todas y todos los poetas, la mayoría de los narradores profesionales y un montón de dramaturgos que conozco.
—¿En serio?
—Tú verás. Se lo estás contando a un espejo que te responde. Más cabal imposible. Que venga Grimm y lo vea si miento. No sé en otros sitios, pero hablar con el mobiliario en algunos lugares está un poco mal visto. Uno puede hablar con la tele o con la radio y esperar que le conteste. Entonces, ¿por qué no puede hablar con el espejo? Verás, tengo al teoría...
—Al grano, que vamos mal de páginas. Que me recuerdas a los “cansautores” del otro lado del río. ¿Cómo puedo saber si ya lo he escrito?
—Vete a dormir.
—No tengo sueño.
—No. Quiero decir que si te duermes a lo mejor sueñas y logras encontrar las palabras del poema que te faltan.
—¿Dormir para encontrar lo que he perdido? No es mala idea. ¿Y cómo puedo devolver los versos que me sobran?
—¿Cómo es que siempre te sobran? Siempre te pasa igual. Mira cómo tienes la casa, todo desparramado por el suelo. Pobres líneas escritas que están en la alfombra, muertitas de frío. ¿No las puedes poner en otro poema o guardarlas al menos en el armario?
—Que no, pesao, cansino, que no son míos y no caben donde están.
—Te los podrías llevar contigo.
—Mmmmm. Esa opción no parece tan disparatada ahora que la escucho en voz alta, dicha por un espejo algo sordo, que ve la realidad desde el otro lado, caradecristal.
—¿Te preparo la maleta o quieres ir ligera de equipaje, oh poetisa de amor, de mi corazón?


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