El narrador vuelve a despertarse el último. ¡Qué novedad! No es por pereza. Simplemente tarda más que los demás en levantarse. Hoy se decide que recorreríamos la ciudad a golpe de pedal. Hoy alquilaríamos unas bicicletas. Preparados y casi listos, nos dirigimos a una tienda que alquila todo tipo de vehículos "desmotorizados" .
Cabe destacar que nuestra propia idiosincrasia requería diferentes tipos de vehículos. Dos niñas pequeñas, un niño rubio de casi siete años que sabe montar a dos ruedas, una embarazada y una adolescente (que forman el binomio Ying&Yan), una cuñá (Flip), un chinchín explorador y un narrador manco (Flop) conforman el G8.
Alquilamos tres bicis normales para las tres chicas, chinchina, adolescente y cuña.
Una bicicleta tándem, que cuenta con un enorme cajón para transportar a las niñas pequeñas, conducida por el chinchín senior.
Por último, el narrador y su vástago rubio, llevarían una bicicleta tándem de distintas alturas.
Es muy sano y muy divertido montar en bicicleta. Recorrer con estos vehículos una ciudad extraña como Ámsterdam por personas que no están acostumbradas ni a esa ciudad ni al propio vehículo que manejan es otra historia. Flip, la artista antes conocida como la cuña, fue la primera en constatar la dureza de la frase anterior. Fue la primera en venirse abajo.
Hay que reconocer que por mucho carril bici que hubiera, compartíamos espacio con numerosísimos ciclistas, varias motos, algunos coches en las calles donde había obra, sin contar los tranvías...
Tras pasar algunos apuros sustos, miedos y alguna que otra caída leve, logramos adaptarnos poco a poco a nuestra condición de improvisados ciclistas.
Llegamos por fin a nuestro primer destino rodado del día. Queríamos ver el museo de Van- Gogh. Descartamos el Rijksmuseum porque nos parecía agotador para los chicos. Los culturetas del G-8 tendrían que esperar a otro viaje. Atamos nuestros vehículos tal y como nos enseñaron en la tienda de alquiler de bicis. Nos dejamos encantar por unas enormes letras que ponían "I amsterdam". De ahí viene el título de este relato. Hacemos el tonto, como todos, y nos subimos encima de las letras, inmortalizando tal instante con numerosas fotografías. El narrador termina encima de la I mayúscula. Ayudado por el chinchín senior, es el único que consigue subirse a la letra más alta para sorpresa y cierta envidieja de los otros turistas. Es el súmmum del egocentrismo. Se podía oír lo que pensaban. Transcribimos la conversación de una pareja:
-¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí subirme allá arriba?
-Porque no, cari, está muy alto y te puedes caer. Esto es para los turistas friáis e inmaduros.
-Claro.
-Es que dejan entrar a cualquiera al país.
-Tienes razón.
-Tengo razón.
-¿Me haces una foto encima de la "e"?
-Por supuesto, cari.
Nos adentramos en el museo Van-Gogh. Hablar o describir la prolífica obra del torturado holandés, daría para varios cientos de miles de páginas. Acabamos en la tienda del museo donde el narrador adquiere la pluma con la que escribe el boceto analógico de estas líneas cuando la compañía se vaya a dormir. Una pequeña brisa melancólica le lleva a los días de la facultad donde fue fiel a su escritura con pluma durante varios años. Este viaje merecía la pena escribirlo de aquella manera.
Volvemos a nuestras bicis. Volvemos a perdernos por la ciudad. Alguien dijo una vez que la mejor forma de encontrarse a uno mismo es cuando se perdía. Con esa sensación y con esa reflexión el narrador pedalea junto a su compañero de aventura hacia ninguna parte, sin consultar mapas, sin preguntar... Solo pedaleábamos intentando no despistar la pista de la rueda que teníamos delante.
En un momento dado, la compañía se dispersa. Era inevitable teniendo en cuenta que nuestros vehículos así como nuestras facultades ciclistas eran muy heterogéneas. Íbamos de camino al inmenso parque Voldenpark, una preciosidad en mitad de la ciudad. Un semáforo, un frenazo, un "no los veo", otro " se pararán", "nos habrán visto" nos lleva a una pequeña confusión y a un momento de incertidumbre. Estábamos con teléfono manzanil pero en modo avión, ya que tras las experiencia en San Petersburgo, más bien la clavada telefónica, aprendimos que era mejor no usar los móviles. Eso está muy bien salvo si te pierdes y no has concretado concretamente un punto de encuentro. Todo queda en un pequeño susto. Nos reencontramos en el parque al que íbamos. Fue como en las pelis cuando la cámara muestra lentamente cómo los amantes van uno acercándose al otro y suena una música moña. Fue igual.
Comemos y decidimos pasar la tarde pedaleando por el enorme parque, que a pesar del número de ciclistas, nos pareció mucho más asequible, sencillo y seguro que lidiar con coches, tranvías, etc. a lo largo de la ciudad, tal y como habíamos hecho hacía un instante.
Como era de esperar, encontramos dentro del parque, parques más pequeños, donde los niños volvieron a disfrutar. Los mayores reposamos mientras cierta parte de nuestra anatomía comenzaba a mostrar dolor y cansancio, más del primero que del segundo. Quien diga que los sillines de las bicicletas son ergonómicos y cómodos después de unas cuantas horas encima de ellos, miente descaradamente y lo sabe. Hay una excepción que conozcamos y es el tipo de la imagen que compartimos. ¡Pedazo sillín lleva!
Tras dejar el parque, se decide que era mejor devolver las bicis a última hora, antes de que la tienda cerrara, más que volver al día siguiente. Teníamos las bicis 24 h., pero quedarnos las bicis por la noche suponía un problema logístico serio. Era más fácil depositar las bicis ese mismo día. Flip apoyó firmemente esta decisión. A saber por qué.
Volvimos a perdernos. Era lógico. Acabamos encontrándonos, localizando la estación central de Ámsterdam, que era en definitiva, el objetivo. De ahí, a la tienda de bicis, era fácil. llegamos y nos sentimos vencedores en la batalla. Cada cual había pedaleado por motivos distintos cargando con sus miedos, sus limitaciones... A pesar de los pesares, fue divertido. Con rodar me vale, dijo alguien, en un momento de la excursión. Todos superamos la aparente prueba de montar en bicicleta. Y el narrador encontró el título de su relato.
Buscamos un lugar para hacer una especie de merienda-cena. No eran aún las ocho. Cerca del apartamento, encontramos una heladería-chocolatería donde dimos buena cuenta de unas deliciosas crepes. El narrador amplía su pequeña colección de ciudades y helados. Una ciudad, un helado, una fotografía que lo certifique y lo haga perdurar en el tiempo. Cata un helado de limón con albahaca. Flip se preocupa un instante al creer que el helado era de marihuana. Si existe ese helado, sin duda, Ámsterdam sería el lugar perfecto para degustarlo.
No hay salida nocturna. Las bicicletas han dejado su huella en nuestros cuerpos carentes de ciclismo. Se revisan las fotos, los móviles manzaniles. Se llama a la familia. Es el día del padre y se ha pasado francamente bien. Lástima de literatura que no capta todas las sensaciones, los matices vividos. Desde el miedo, la incertidumbre, la ausencia, la desorientación, el esfuerzo, la superación, la alegría, las risas, el cansancio hasta la inmensa alegría de sentir que hemos sido capaces de rodar por Ámsterdam y vivir para contarlo en una página como esta. No es exagerado. Como en el poema, quien lo probó, lo sabe.
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