A Gregorovius siempre le habían gustado las reuniones del
Club, porque en realidad eso no era en absoluto un club y respondía así a su
más alto concepto del género. Le gustaba Ronald por su anarquía, por Babs, por
la forma en que se estaban matando minuciosamente sin importárseles nada,
entregados a la lectura de Carson McCullers, de Miller, de Raymond Queneau, al
jazz como un modesto ejercicio de liberación, al reconocimiento sin ambages de
que los dos habían fracasado en las artes. Le gustaba, por así decirlo, Horacio
Oliveira, con el que tenía una especie de relación persecutoria, es decir que a
Gregorovius lo exasperaba la presencia de Oliveira en el mismo momento en que
se lo encontraba, después de haberlo estado buscando sin confesárselo, y a
Horacio le hacían gracia los misterios baratos con que Gregorovius envolvía sus
orígenes y sus modos de vida, lo divertía que Gregorovius estuviera enamorado
de la Maga y creyera que él no lo sabía, y los dos se admitían y se rechazaban
en el mismo momento, con una especie de torear ceñido que era al fin y al cabo
uno de los tantos ejercicios que justificaban las reuniones del Club. Jugaban
mucho a hacerse los inteligentes, a organizar series de alusiones que
desesperaban a la Maga y ponían furiosa a Babs, les bastaba mencionar de paso
cualquier cosa, como ahora que Gregorovius pensaba que verdaderamente entre él
y Horacio había una especie de persecución desilusionada, y de inmediato uno de
ellos citaba al mastín del cielo, I fled Him, etc., y mientras la Maga los
miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé
tan alto, tan alto que a la caza le di alcance, y acababan riéndose de ellos
mismos pero ya era tarde, porque a Horacio le daba asco ese exhibicionismo de
la memoria asociativa, y Gregorovius se sentía aludido por ese asco que ayudaba
a suscitar, y entre los dos se instalaba como un resentimiento de cómplices, y
dos minutos después reincidían, y eso, entre otras cosas, eran las sesiones del
Club.
—Pocas veces se ha tomado aquí un vodka tan malo —dijo
Gregorovius llenando el vaso—. Lucía, usted me estaba por contar de su niñez.
No es que me cueste imaginármela a orillas del río, con trenzas y un color
rosado en las mejillas, como mis compatriotas de Transilvania, antes de que se
le fueran poniendo pálidas con este maldito clima luteciano.
—¿Luteciano? —preguntó la Maga.
Gregorovius suspiró. Se puso a explicarle y la Maga lo
escuchaba humildemente y aprendiendo, cosa que siempre hacía con gran
intensidad hasta que la distracción venía a salvarla. Ahora Ronald había puesto
un viejo disco de Hawkins, y la Maga parecía resentida por esas explicaciones
que le estropeaban la música y no eran lo que ella esperaba siempre de una
explicación, una cosquilla en la piel, una necesidad de respirar hondo como
debía respirar Hawkins antes de atacar otra vez la melodía y como a veces
respiraba ella cuando Horacio se dignaba explicarle de veras un verso oscuro,
agregándole esa otra oscuridad fabulosa donde ahora, si él le hubiese estado
explicando lo de los lutecianos en vez de Gregorovius, todo se hubiera fundido
en una misma felicidad, la música de Hawkins, los lutecianos, la luz de las
velas verdes, la cosquilla, la profunda respiración que era su única
certidumbre irrefutable, algo sólo comparable a Rocamadour o la boca de Horacio
o a veces un adagio de Mozart que ya casi río se podía escuchar de puro
arruinado que estaba el disco.
—No sea así —dijo humildemente Gregorovius—. Lo que yo
quería era entender un poco mejor su vida, eso que es usted y que tiene tantas
facetas.
—Mi vida —dijo la Maga—. Ni borracha la contaría. Y no me
va a entender mejor porque le cuente mi infancia, por ejemplo. No tuve
infancia, además.
—Yo tampoco. En Herzegovina.
—Yo en Montevideo. Le voy a decir una cosa, a veces sueño
con la escuela primaria, es tan horrible que me despierto gritando. Y los
quince años, yo no sé si usted ha tenido alguna vez quince años.
—Creo que sí —dijo Gregorovius inseguro.
—Yo sí, en una casa con patio y macetas donde mi papá
tomaba mate y leía revistas asquerosas. ¿A usted le vuelve su papá? Quiero
decir el fantasma.
—No, en realidad más bien mi madre —dijo Gregorovius—. La
de Glasgow, sobre todo. Mi madre en Glasgow a veces vuelve, pero no es un
fantasma; un recuerdo demasiado mojado, eso es todo. Se va con alka seltzer, es
fácil. ¿Entonces a usted...?
—Qué sé yo —dijo la Maga, impaciente—. Es esa música,
esas velas verdes, Horacio ahí en ese rincón, como un indio. ¿Por qué le tengo
que contar cómo vuelve? Pero hace unos días me había quedado en casa esperando
a Horacio, ya había caído la noche, yo estaba sentada cerca de la cama y afuera
llovía, un poco como en ese disco. Sí, era un poco así, yo miraba la cama
esperando a Horacio, no sé cómo la colcha de la cama estaba puesta de una
manera, de golpe vi a mi papá de espaldas y con la cara tapada como siempre que
se emborrachaba y se iba a dormir. Se veían las piernas, la forma de una mano
sobre el pecho. Sentí que se me paraba el pelo, quería gritar, en fin, eso que
una siente, a lo mejor usted ha tenido miedo alguna vez... Quería salir
corriendo, la puerta estaba tan lejos, en el fondo de pasillos y más pasillos,
la puerta cada vez más lejos y se veía subir y bajar la colcha rosa, se oía el
ronquido de mi papá, de un momento a otro iba a asomar una mano, los ojos, y
después la nariz como un gancho, no, no vale la pena que le cuente todo eso, al
final grité tanto que vino la vecina de abajo y me dio té, y después Horacio me
trató de histérica.
Gregorovius le acarició el pelo, y la Maga agachó la
cabeza. «Ya está», pensó Oliveira, renunciando a seguir los juegos de Dizzy
Gillespie sin red en el trapecio más alto, «ya está, tenía que ser. Anda loco
por esa mujer, y se lo dice así, con los diez dedos. Cómo se repiten los
juegos. Calzamos en moldes más que usados, aprendemos como idiotas cada papel
más que sabido. Pero si soy yo mismo acariciándole el pelo, y ella me está
contando sagas rioplatenses, y le tenemos lástima, entonces hay que llevarla a
casa, un poco bebidos todos, acostarla despacio acariciándola, soltándole la
ropa, despacito, despacito cada botón, cada cierre relámpago, y ella no quiere,
quiere, no quiere, se endereza, se tapa la cara, llora, nos abraza como para
proponernos algo sublime, ayuda a bajarse el slip, suelta un zapato con un
puntapié que nos parece una protesta y nos excita a los últimos arrebatos, ah,
es innoble, innoble. Te voy a tener que romper la cara, Ossip Gregorovius,
pobre amigo mío. Sin ganas, sin lástima, como eso que está soplando Dizzy, sin
lástima, sin ganas, tan absolutamente sin ganas como eso que está soplando
Dizzy».
—Un perfecto asco —dijo Oliveira—. Sacame esa porquería
del plato. Yo no vengo más al Club si aquí hay que escuchar a ese mono sabio.
—Al señor no le gusta el bop —dijo Ronald, sarcástico—.
Esperá un momento, en seguida te pondremos algo de Paul Whiteman.
—Solución de compromiso —dijo Etienne—. Coincidencia de
todos los sufragios: oigamos a Bessie Smith, Ronald de mi alma, la paloma en la
jaula de bronce.
Ronald y Babs se largaron a reír, no se veía bien por
qué, y Ronald buscó en la pila de viejos discos. La púa crepitaba
horriblemente, algo empezó a moverse en lo hondo como capas y capas de
algodones entre la voz y los oídos, Bessie cantando con la cara vendada, metida
en un canasto de ropa sucia, y la voz salía cada vez más ahogada, pegándose a
los trapos salía y clamaba sin cólera ni limosna, I wanna be somebody’s baby
doll, se replegaba a la espera, una voz de esquina y de casa atestada de
abuelas, to be somebody’s baby doll, más caliente y anhelante, jadeando ya I
wanna be somebody’s baby doll.
Quemándose la boca con un largo trago de vodka, Oliveira
pasó el brazo por los hombros de Babs y se apoyó en su cuerpo confortable. «Los
intercesores», pensó, hundiéndose blandamente en el humo del tabaco. La voz de
Bessie se adelgazaba hacia el fin del disco, ahora Ronald daría vuelta la placa
de bakelita (si era bakelita) y de ese pedazo de materia gastada renacería una
vez más Empty Bed Blues, una noche de los años veinte en algún rincón de los
Estados Unidos. Ronald había cerrado los ojos, las manos apoyadas en las
rodillas marcaban apenas el ritmo. También Wong y Etienne habían cerrado los
ojos, la pieza estaba casi a oscuras y se oía chirriar la púa en el viejo
disco, a Oliveira le costaba creer que todo eso estuviera sucediendo. ¿Por qué
allí, por qué el Club, esas ceremonias estúpidas, por qué era así ese blues
cuando lo cantaba Bessie? «Los intercesores», pensó otra vez, hamacándose con
Babs que estaba completamente borracha y lloraba en silencio escuchando a
Bessie, estremeciéndose a compás o a contratiempo, sollozando para adentro para
no alejarse por nada de los blues de la cama vacía, la mañana siguiente, los
zapatos en los charcos, el alquiler sin pagar, el miedo a la vejez, imagen
cenicienta del amanecer en el espejo a los pies de la cama, los blues, el
cafard infinito de la vida. «Los intercesores, una irrealidad mostrándonos
otra, como los santos pintados que muestran el cielo con el dedo. No puede ser
que esto exista, que realmente estemos aquí, que yo sea alguien que se llama
Horacio. Ese fantasma ahí, esa voz de una negra muerta hace veinte años en un
accidente de auto: eslabones en una cadena inexistente, cómo nos sostenemos
aquí, cómo podemos estar reunidos esta noche si no es por un mero juego de
ilusiones, de reglas aceptadas y consentidas, de pura baraja en las manos de un
tallador inconcebible...»
—No llorés —le dijo Oliveira a Babs, hablándole al oído—.
No llorés, Babs, todo esto no es verdad.
—Oh, sí, oh sí que es verdad —dijo Babs, sonándose—. Oh,
sí que es verdad.
—Será —dijo Oliveira, besándola en la mejilla— pero no es
la verdad.
—Como esas sombras —dijo Babs, tragándose los mocos y
moviendo la mano de un lado a otro— y uno está tan triste, Horacio, porque todo
es tan hermoso.
Pero todo eso, el canto de Bessie, el arrullo de Coleman
Hawkins, ¿no eran ilusiones, y no eran algo todavía peor, la ilusión de otras
ilusiones, una cadena vertiginosa hacia atrás, hacia un mono mirándose en el
agua el primer día del mundo? Pero Babs lloraba, Babs había dicho: «Oh sí, oh
sí que es verdad», y Oliveira, un poco borracho él también, sentía ahora que la
verdad estaba en eso, en que Bessie y Hawkins fueran ilusiones, porque
solamente las ilusiones eran capaces de mover a sus fieles, las ilusiones y no
las verdades. Y había más que eso, había la intercesión, el acceso por las
ilusiones a un plano, a una zona inimaginable que hubiera sido inútil pensar
porque todo pensamiento lo destruía apenas procuraba cercarlo. Una mano de humo
lo llevaba de la mano, lo iniciaba en un descenso, si era un descenso, le
mostraba un centro, si era un centro, le ponía en el estómago, donde el vodka
hervía dulcemente cristales y burbujas, algo que otra ilusión infinitamente
hermosa y desesperada había llamado en algún momento inmortalidad. Cerrando los
ojos alcanzó a decirse que si un pobre ritual era capaz de excentrarlo así para
mostrarle mejor un centro, excentrarlo hacia un centro sin embargo
inconcebible, tal vez no todo estaba perdido y alguna vez, en otras
circunstancias, después de otras pruebas, el acceso sería posible. ¿Pero acceso
a qué, para qué? Estaba demasiado borracho para sentar por lo menos una
hipótesis de trabajo, hacerse una idea de la posible ruta. No estaba lo
bastante borracho para dejar de pensar consecutivamente, y le bastaba ese pobre
pensamiento para sentir que lo alejaba cada vez más de algo demasiado lejano,
demasiado precioso para mostrarse a través de esas nieblas torpemente
propicias, la niebla vodka, la niebla Maga, la niebla Bessie Smith. Empezó a ver anillos verdes que giraban
vertiginosamente, abrió los ojos. Por lo común después de los discos le venían
ganas de vomitar.
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