viernes, 13 de enero de 2012

Fue el nombre de sus calles

Compartimos un poema de fábrica. Hace algunos días que no lo hacíamos, y eso no se debe permitir bajo ninguna circunstancia. Hay que subirse a la máquina, amarrarse al duro banco y exigir que el poeta escriba para nosotros. 

Lo de hoy es un texto que pretende reflexionar sobre los lugares en los que vivimos por obligación una temporada determinada de nuestras vidas, sea larga o corta, pero en cualquier caso, estancias importantes. Esos lugares los definimos como país, ciudad, piso de alquiler, residencia de estudiantes, trabajo, matrimonio, escuela, cárcel... Un lugar al que estamos atados para lo bueno y para lo malo. Un lugar al que vamos porque no tenemos más remedio que ir.  También es un lugar del que en muchas ocasiones no podemos salir. Hablamos de ese lugar. 

La magnífica ilustración es de Antonio Lorente. Es maravillosa la textura que consigue, por ejemplo en el cabello del personaje. Es fantástico. Un descubrimiento al que volveremos sin duda.


Queremos dedicar este poema a la figura de Miguel Montes Neiro, el preso más antiguo de España. Sabemos que no es mucho un solitario poema, pero es todo lo que tenemos. Nuestro corazón está con él y con su familia.

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Habito en una ciudad
de cristales azules
que tiene las esquinas de sus muros
amablemente redondeados.
No parece muy alta
si se compara 
con otros lugares que he visto
o en las que he estado alojado
tan solo una noche 
o toda una década.

Me llamó la atención
que se diseñara como una ciudad falsamente esférica,
donde caminar en línea recta
hacia ningún sitio
y sin prisa o destino aparente
te devolvía inequívocamente al punto de origen.
Sus ventanas lapislázulis
eran prisiones cerradas
que guardaban a sus habitantes
del desapacible tiempo externo.

Lo primero que tuve que conocer
fue el nombre de sus calles.
Después aprendí a distinguir a sus ciudadanos.
No a todos llamo por su apelllido
pero a todos los reconozco
si me los encuentro 
en otro tiempo o en otra geografía.
Todo ese mundo cobalto me felicitó 
por mi mudanza inesperada y casual,
por mi llegada, aunque no todos se alegraron.

Más pronto que tarde
descubrí que el pueblo me había convertido
en un Gulliver por engullir, acechado por un país 
que disponía de sus propias medidas.
Fui tuerto en su mundo de ciegos,
cojitranco en época
de llevar las dos piernas amputadas.
Ser de piel extranjera me deparó 
la denuncia injusta de su justicia, 
me trajo puertas cerradas y soledades.

La paz fue cruenta,
la guerra, silente,
la vida, hostil,
la emigración, una posible salida,
la libertad, una cadena incómoda y oxidada,
el tiempo, una venganza,
la amistad, un coro insensato y apócrifo,
la lucha, el pan de cada día,
la espera, lenta y con sabor a plato recalentado.
el silencio, los sonidos de mi corazón.

Terminé golpeado y derribado
al final de mí mismo,
atado por las mudas cuerdas
de quienes fueron mis vecinos,
de mis amigos invisibles.
Maldije mi fortuna,
atrapado entre la comodidad
que envidia el perro flaco
y la pérdida de vida
que conlleva no respirar oxígeno.

Pasó toda una vida
y a día de hoy 
aún me levanto y camino despacio
hacia esta ciudad de cristales añiles.
He sobrevivido a mi propia historia
mientras escribo desde el interior del espejo.
Utilizo una brújula sin aguja y sin norte
para que me avise si la lluvia
o la ventisca o las tormentas
me acechan, otra vez, en el horizonte.

No estoy ni alegre ni triste
ni siento rencor ni miedo
por hallarme en esta ciudad garza.
Camino hacia adelante
sin demasiado equipaje.
Mis ropas no están húmedas
y con eso me vale.
Rompo mi bitácora
para no tener, como en aquella hermosa canción,
que elegir entre ese olvido y esta memoria.

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